viernes, 19 de septiembre de 2014

Una emoción fea: LA CODICIA








Pecado capital, la envidia es una emoción fea. La única prohibida en los mandamientos hebreos —el famoso noveno: no codiciarás…—, consiste en ver destinos ajenos como espejos de nuestros vacíos y carencias. Desear lo que otros —pensamos que inmerecida, injusta y tramposamente— poseen y nosotros deberíamos tener. Posesiones, posiciones, estilos y relaciones pueden ser objeto de la envidia que se aloja en el rabillo del ojo y no lo deja mientras vamos haciendo lo nuestro.

Si envidiar consume y desgasta, sentirse envidiado no es mejor. Quizá por un rato parece ligado, de alguna manera misteriosa —entre indicador y motor— a nuestro progreso. Los demás nos miran, señal de que los dioses nos prefieren. Pero, rápidamente, esa mirada parece poner en peligro esa preferencia. Y todos sabemos que los dioses son caprichosos y, quizá, se fijen con benevolencia en los envidiosos y nos lo quiten todo. O que esos descontentos de la suerte hagan alguna trampa, algún hechizo que nos lleve al despeñadero. ¡A evitar el mal de ojo se ha dicho! ¡Y vaya que la mente se aferra a amuletos, magos, consejeros científicos, entre otros, para neutralizar las ofensivas envidiosas!


La incapacidad para alegrarse del éxito ajeno y desear sinceramente progreso a los demás, así como la alegría intensa cuando los otros fracasan y caen apabullados por los golpes vallejianos de la vida, acompañan la envidia. En pequeñas dosis están presentes en la actividad mental normal, pero, como en nuestra sociedad, cuando se convierten en estilo colectivo y coexisten con intensos esfuerzos por salir adelante sin que haya un campo de juego parejo y árbitros confiables, producen frustración y enormes dificultades para hacer crecer al conjunto.

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