Pecado capital, la envidia es una
emoción fea. La única prohibida en los mandamientos hebreos —el famoso noveno:
no codiciarás…—, consiste en ver destinos ajenos como espejos de nuestros
vacíos y carencias. Desear lo que otros —pensamos que inmerecida, injusta y
tramposamente— poseen y nosotros deberíamos tener. Posesiones, posiciones,
estilos y relaciones pueden ser objeto de la envidia que se aloja en el rabillo
del ojo y no lo deja mientras vamos haciendo lo nuestro.
Si envidiar consume y desgasta,
sentirse envidiado no es mejor. Quizá por un rato parece ligado, de alguna
manera misteriosa —entre indicador y motor— a nuestro progreso. Los demás nos
miran, señal de que los dioses nos prefieren. Pero, rápidamente, esa mirada
parece poner en peligro esa preferencia. Y todos sabemos que los dioses son
caprichosos y, quizá, se fijen con benevolencia en los envidiosos y nos lo
quiten todo. O que esos descontentos de la suerte hagan alguna trampa, algún
hechizo que nos lleve al despeñadero. ¡A evitar el mal de ojo se ha dicho! ¡Y
vaya que la mente se aferra a amuletos, magos, consejeros científicos, entre
otros, para neutralizar las ofensivas envidiosas!
La incapacidad para alegrarse del
éxito ajeno y desear sinceramente progreso a los demás, así como la alegría
intensa cuando los otros fracasan y caen apabullados por los golpes vallejianos
de la vida, acompañan la envidia. En pequeñas dosis están presentes en la
actividad mental normal, pero, como en nuestra sociedad, cuando se convierten
en estilo colectivo y coexisten con intensos esfuerzos por salir adelante sin
que haya un campo de juego parejo y árbitros confiables, producen frustración y
enormes dificultades para hacer crecer al conjunto.
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