Escribimos por que nos gusta
Hubo un tiempo en que me subía al primer
peke-peke, me internaba en el corazón de la selva y no salía de allí hasta no
encontrar los lavaderos de oro de los niños esclavos o los restos del fuselaje
del 747 siniestrado.
Hubo un tiempo en que me bastaba una llamada
en la mitad de la noche para que, con una mochila armada en quince minutos y en
el término de la distancia, llegara en un taxi al Grupo 8 con la credencial
colgada al cuello, me trepara con mi camarógrafo a un Antonov destartalado y
partiera, ardiendo de miedo y adrenalina, rumbo a alguna zona de emergencia,
algún rescate en la nieve, algún campamento terruco, alguna fosa común, alguna
expedición suicida hacia el mismísimo culo del mundo. Hubo un tiempo en que me
dejaba vendar los ojos y me metía en una maletera para ser llevado, como un
paquete, hasta la guarida del asesino que toda la policía estaba buscando y
lograr entrevistarlo en exclusiva. Hubo un tiempo en que, cuando esos asesinos
salían de prisión, venían a buscarme a la casa de mis papás advirtiéndome que
una granada de guerra reventaría mi fachada si no salía a recibirlos. Hubo un
tiempo en que no dudaba un segundo en caminar, días y noches, por pantanos
minados en la frontera sin más garantía de conservar mis piernas que la que me
daba el pisar las huellas, en el barro, de mi guía. Hubo un tiempo en que
viajaba 48 horas para pasar 12 en Kuala Lumpur, ubicar a un burrier peruano
condenado a la horca y regresarme a Lima a editar mi nota, de amanecida.
Hubo un tiempo en que no dudaba un segundo en
citarme en la mesa de algún café de mala muerte con el espía chuponeador que
renunció al Ministerio del Interior, con el narcotraficante que nos dejaría
grabar sus plantaciones clandestinas, con el sicario que ofrecía sus servicios
en los avisos clasificados, con el conspirador que tenía en su poder el video
con el que haría caer por fin a un gobierno corrupto. Hubo un tiempo en que,
sin pestañear, sin dudar, sin inmutarnos, metíamos la cabeza en la boca del
león a cambio de absolutamente nada que no fuera la propia experiencia de vivir
tan épica aventura. Hubo un tiempo en que marchábamos directo hacia donde
estallara el primer fuego sin tener nunca ninguna certeza, sin celular, sin
tarjeta de crédito, sin seguros contra accidentes, sin GPS, sin vacunas,
sin garantías, sin contratos. Hubo un tiempo en que nuestra propia vida no nos
importaba. Hubo un tiempo en que hasta la propia vida era free-lance. Hubo
un tiempo en que marchábamos felices directo hacia el lugar del que todos
huían, directo al fuego sin más armas que la curiosidad o la rabia o la pasión,
como solo marchan los guerrilleros o los bomberos voluntarios. Hubo un tiempo
en el que casi fuimos héroes. Hubo un tiempo en el que no nos perdimos ninguna
revolución.
Así es la vida de un periodista que recién aparece
en el mundo de la noticia y eso pasamos todos los que amamos la profesión.
Ahora con los años a cuesta, los nuevos “colegas” nos hacen de lado porque ya
no tenemos la “agilidad” para encaramarnos en una patrulla o colgarnos de una
cuerda al borde de una pared para tener la primicia de un accidente con muchos
muertos.
Ni mucho menos la emoción que embarga a los
principiantes y que eramos mucho mas arriesgados, porque no teníamos qué perder,
pero si mucho que ganar. No habían hijos, esposa o tal vez el “peluchin” de la
casa que nos esperaba con la siempre cola de un lado para otro, dándonos una
solitaria muestra de cariño.
Ahora hay esposa, hijos y hasta nietos que no
quieren que nos pasen nada y nos ayudan a levantarnos de la cama, nos dan el
desayuno con pancito caliente y nos ponen los programas de TV que nos gusta.
Porque nuestro tiempo “ha pasado”. Ha pasado?
Me pregunto eso uno y mil veces. Ha pasado y ha pesado, pero no nos ha pisado
porque hay mucha energía y vitalidad para hacer lo que nos gusta hacer.
Escribir y escribir.
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